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domingo, 24 de agosto de 2008

Niños en la mendicidad




Por Francisco De Luna Gaona

Poza Rica, Ver.- Los niños de la calle sonríen con pequeños gestos, muchas veces estiran el brazo para que les depositen en el trasto unas monedas; a veces lloran, sus rostros pálidos y sucios, la ropa remendada, acusan la pobreza en la que están inmersos.

Dos pequeños hermanos, que no quisieron revelar sus nombres, por temor o pena, sólo dijeron que el mayor tiene 11 años, toca el acordeón, instrumento musical que al paso de la gente dejaba escapar unas notas de la canción de los Tigres del Norte “En la puerta de la iglesia llora un niño…” pero en el caso de ellos, son las banquetas ante la mirada de cuanto ciudadano pasara por la calle Heriberto Kehoe Vincent de la colonia Obrera; lucían tristes aunque disfrazaban la tristeza y el llanto con una sonrisa mientras el más pequeño de ocho años decía: “coopere para la música…”.

Han roto todo vínculo familiar y afectivo, han convertido a la calle en su modo y lugar de vida, con gestos que apenas se distinguen agradecen la presencia ante tanta soledad, pues saben que sobreviven entre la indiferencia.

Ellos dos abandonaron su humilde hogar de un lugar de la sierra totonaca, expulsados de aquellas latitudes por la pobreza y la destrucción familiar misma que fue provocada por el alcoholismo del padre.

Siempre temerosos a la plática, a la grabadora reportera que miraban y esquivaban, “es que siempre hemos tenido miedo, no amigo, mejor no hablemos” decían mientras se retiraban y buscaban con sus manos la caridad de la sociedad que los margina.

Demostraban a cada instante la falta de afecto ya sea por vivir aislados de padres y familiares o por que la calle “los ha convertido en rudos”, pero sensibles a la vez para soportar la pesadez de los problemas familiares que los han hecho escapar de casa, y que hoy, mañana y los días venideros, dormirán donde la noche los atrape, y comerán donde la comida sea más barata, por que apenas tenían 13 pesos para los dos.

“…en una choza una mujer se está muriendo, ella es la madre de aquel niño que lloraba...” Continuaba la melodía al mismo tiempo que la voz quebraba como añorando el seno familiar, sin que nadie más que la grabadora reportera captara el llanto del niño de 11 años, sentado y en la banqueta con su acordeón entonara la canción que le trae recuerdos y quizá compara con su vida. Y finalizaba, “Dios te bendiga y perdone padre ingrato, siguió llorando con el alma hecha pedazos”.

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